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Giancarlo Mazzanti, en un momento de la entrevista. Charlie Cordero
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“El Romelio se transformará en un espacio de Carnaval, danza y deporte”

Giancarlo Mazzanti, quizá el arquitecto colombiano con mayor proyección internacional, reflexiona sobre su profesión y los proyectos que desarrolla en su ciudad natal, entre ellos un cambio radical del viejo estadio de fútbol y su entorno.

Giancarlo Mazzanti (Barranquilla, 1963) es quizá el arquitecto colombiano de mayor proyección internacional y el primero en exponer su obra en la colección permanente del MoMA de Nueva York. Egresado de la Javeriana y con postgrado en Historia y Teoría de la Arquitectura y Diseño Industrial por la Universidad de Florencia, Italia, tiene su estudio en Bogotá, donde vive desde los 18 años.

¿Qué busca con la arquitectura?
Varias cosas. Entre ellas, tratar de construir una mejor calidad de vida para la gente. El valor de la arquitectura no está solo en sí misma sino en lo que propicia. ¿Y qué me interesa propiciar? Nuevas relaciones, formas de vida, formas de comportamiento diferentes, inclusión social, mejoramiento de la calidad de vida. En estos días me pasó una cosa que creo que dice mucho de lo que a mí me interesa que pase en la arquitectura. Me llegó hace quince días una caja roja a mi oficina, que venía de Londres. Abro la caja, y había unos chocolates y una carta. Una carta de un papá inglés de un chico de 18 años que es autista. El padre me decía en la carta que su hijo había visto un proyecto nuestro en una revista que lo había hecho muy feliz, que me pedía que por favor le regalara un dibujo. Y su hijo me enviaba un dibujo. Cuando esas cosas pasan, me doy cuenta de que no importan ni los premios, ni los reconocimientos. En este tipo de cosas es cuando uno se da cuenta de que para eso trabajamos, para que un joven autista sea feliz, para que una comunidad que no tiene acceso a la educación pueda llegar a tener educación. Es como el objetivo final para cuando uno trabaja en este tema.

¿Qué proyecto le gustó a ese joven? ¿Qué lo hizo tan feliz?
No hemos logrado saber qué vio. Nada. Ahora les estoy preparando al papá y al hijo una cajita. Les estoy dibujando la caja por fuera y les enviaré dibujos y mis proyectos hechos en maquetitas como juguetes para que él juegue con ellos. Lo que también me apasiona en la arquitectura, independientemente de lo que producimos, tiene que ver con otros intereses, que son cómo la arquitectura puede ser una forma de construir pensamiento.

¿Qué pensamiento ha creado, en su opinión, la arquitectura barranquillera?
Cuando vengo a Barranquilla me doy cuenta de la pasión por los árboles, la pasión por lo orgánico, la pasión por las fiestas, por el evento. Uno de los temas más importantes que tenemos ahora en nuestro estudio es una investigación que estoy desarrollando sobre el valor del juego, la lúdica y la fiesta en la vida cotidiana. Y cuando vengo a Barranquilla me doy cuenta de que lo único que yo hago desde hace años es repetir una cantidad de pequeñas cosas de mi infancia. Qué más fiesta lúdica que romper la cotidianidad, encontrar un espacio de la vida que no sea la eficacia y la eficiencia. De eso se trata el tema del juego. De cómo podemos propiciar formas de comportamiento en los edificios que rompan la idea de la eficacia y donde aparezcan otras formas de relacionarse, como ir a una biblioteca a dormir, como ir a una biblioteca a brincar en una red, o cómo, en un colegio, un techo se convierte en una piscina, lo puedo inundar y volver a transformar. Algo que Foucault llama la heterotopia, los otros espacios. En el marco de nuestra investigación, hicimos una exposición en el Museo Reina Sofía [en Madrid] alrededor del juego y la lúdica. Cuando miras todo eso, te das cuenta de que es Barranquilla. ¿Qué más que ese espacio donde se rompe lo formal y aparece la fiesta y aparece el niñito que se montaba en el árbol y que disfrazaba y que era necio? Eso es precisamente mi arquitectura: comportamientos de infancia repetidos en cada proyecto.

“El Romelio...

¿Tiene eso alguna conexión con proyectos que esté desarrollando ahora?
Sí. En el Romelio estamos preparando un proyecto de espacio público, para que ese lugar pueda servir de reunión para el Carnaval, para las danzas, para la música, y también para el deporte. Mi idea es que las graderías se abran como dedos, para que corra el aire y que la gente del parque de alrededor pueda sentir lo que pasa dentro del estadio.  Lo que pretendo es que el sitio se vuelva lo que significa el Romelio para nosotros. Los barranquilleros no dicen “el estadio Romelio Martínez”, como dicen en Bogotá “el estadio El Campín”. Aquí dicen “el Romelio”. Va más allá del simple hecho de ser un lugar donde íbamos a ver fútbol. A veces te tocaba detrás de una columna, y no veías. No sé si te acuerdas de que el Romelio tiene unas columnas en la mitad de la gradería, que parecen más esas graderías de los viejos estadios ingleses del siglo XIX. A propósito, la gradería del Romelio es la más clásica de fútbol en toda Colombia .

¿Y cuándo se ejecutará ese proyecto?
Tiene que empezar el próximo año, pues es para los Juegos Centroamericanos y del Caribe del 2018.

¿Qué otros proyectos está adelantando en Barranquilla?
El Museo de Arte Moderno, cuya ejecución está próxima a arrancar; el edificio de la Cámara Colombiana de la Infraestructura, que está en fase de diseño, y algo muy importante para mí, que es una investigación que estoy preparando sobre el espacio público de Barranquilla, la utilización de las vías, las características urbanas, etc., que es una iniciativa personal y que espero le sirva en algún momento a la ciudad.

¿Por qué se marchó de Barranquilla?
Me marché a los 18 años, como nos pasó a muchos. Me fui a estudiar a otra ciudad, porque la educación posiblemente no era acá la mejor. Hoy en día ha mejorado y va muy bien. Me fui a estudiar y no volví porque en ese momento no había oportunidades para lo que yo quería hacer, que era diseñar.

¿Qué es para usted Barranquilla?
Comportamiento de infancia. Cada pedacito de Barranquilla tiene un recuerdo para mí, ayer las amigas de la oficina estaban impresionadas, porque yo les decía: aquí vivían los Martelo, aquí vivían los Damato, aquí vivía no se quién. Yo reconozco la ciudad por dónde vivía la gente, por qué arboles había. Por ejemplo, en el parque Rosado, donde troté esta mañana, me acordaba mucho de unos pinos del Caribe, que uno ve en Miami o en Puerto Rico. En Barranquilla desaparecieron; queda uno, en el parque Rosado. Lo que yo hago en arquitectura, y cada vez estoy más convencido de ello, no es más que el producto de mis recuerdos de infancia, de los juegos, y del sonido de una ciudad que es la única del país con una mirada desde la extranjería. Es una ciudad de puertas abiertas, construida por emigrantes.

¿Y qué implica esto para la ciudad?
Eso hace una diferencia con lo que es el país en general. Un país que se mira así mismo, que le tiene miedo al mundo, que por muchos años ha sido cerrado y conservador. Barranquilla es una ciudad de puertas abiertas, cosmopolita, con mirada al exterior. Eso es lo que somos. Estamos ahora en una heladería de griegos, tú eres de ascendencia polaca-judía, yo vengo de una familia  italiano-francesa. Eso no lo ves en ninguna otra ciudad del país. Eso construye una manera muy particular y diferente de ver el mundo. No hay otra ciudad en Colombia levantada por inmigrantes. La inmigración significa construirte tu identidad. Hay un libro de Richard Sennett que se llama El extranjero, que habla de los que emigran. Los padres y los hijos no hacen  más que construir nuestra identidad. Toman del origen lo que les gusta y, lo que no, lo desechan. Eso construye identidades que no son falsas; son la identidad de esos emigrantes capaces de mezclar sus raíces y sus condiciones particulares. Estoy seguro de que tu padre y tus abuelos te hablaron de sus orígenes. Pero finalmente no somos ni italianos, ni alemanes, ni griegos, sino que cogemos de esas cultura y construimos nuestra cultura. Somos un híbrido. Y eso de ser híbrido te permite ver el mundo con otra mirada. En Bogotá, el gremio de arquitectos ve mi trabajo con mucho susto, porque se sale de los parámetros que conoce. Cuando tú miras cómo se acerca un bogotano a hacer arquitectura, se acerca desde el temor, desde el miedo de innovación. Nosotros somos más innovadores, tenemos la capacidad de arriesgarnos más, de buscar formas de pensar diferentes, nos gusta lo nuevo, nos gusta pensar que hacemos parte del mundo. La identidad nuestra se basa en la extranjería.

Hoy existe una mayor conciencia sobre la riqueza patrimonial arquitectónica que hace treinta años. Pero aún parece muy insuficiente. Cuando hablamos de patrimonio, nos solemos referir solo a las viejas casonas republicanas del Centro y del viejo Prado. Pero, ¿no merece también esa consideración la arquitectura modernista de los años 50 y 60?
Hay un libro bellísimo de Carlos Bell de arquitectura moderna de Barranquilla que cuando yo se lo muestro a colegas extranjeros quedan fascinados. Ese patrimonio de arquitectura moderna prácticamente se acabó en la ciudad, no se cuidó. La obra más importante de arquitectura moderna en Colombia está en Barranquilla; es el edificio del Centro Cívico. Cuando Le Corbusier [célebre arquitecto suizo fallecido en 1965] vino a Barranquilla y conoció los planos del proyecto, se los llevó a París. El proyecto está dentro de los archivos de Le Corbusier como uno de los ejemplos de arquitectura moderna en el mundo. Podrá debatirse la calidad de su restauración, pero es una de las joyas más importantes de modernidad, no solo en Colombia, sino en América Latina y el mundo.

En Barranquilla hay obras modernas en las que se nota la influencia incluso de ese genio que fue Frank Lloyd Wright. 
Quedan muy poquitos ejemplos. Hemos realmente depredado en la ciudad gran parte de esa arquitectura moderna. Lo que salvó nuestra arquitectura republicana fue el deterioro del Centro; como nadie le paraba bolas, se logró conservar, no fue totalmente destruida. Pero a gran parte de nuestra arquitectura moderna se le pusieron otras pieles, se hicieron fachadas diferentes. Esas casas de los años 50 eran bellísimas.

¿Tiene algún sentido a estas alturas declarar patrimonio arquitectónico esas construcciones modernas? ¿O hay que dejar ya que la ley del mercado decida su destino?
Eso se debió haber hecho hace muchos años. Hay casas muy valiosas todavía, pero quedan muy poquitas. Yo me llevé el libro de Carlos Bell a Harvard, cuando estuve dando clases. Se lo mostré a un historiador de la arquitectura y el tipo no podía creerlo. Pero me temo que ya queda poco para hacer. No queda casi nada.

¿Quiénes han sido sus maestros? ¿De quién reconoce influencias?
Localmente, la obra de Fernando ‘Chuli’ Martínez me marcó mucho en la universidad. Yo me eduqué en los años 80, en un momento de la arquitectura en que se criticó mucho la modernidad. Me interesé con los italianos de los 80, Aldo Rossi, que eran algo que se llamaba ‘La Tendenza’, que era revaluar la ciudad. Básicamente era un fanático de dos libros: uno que se llamaba La arquitectura y la ciudad y, otro, Autobiografía científica. Un bonito libro que habla de arquitectura y tiene una frase que a mí me interesa muchísimo y todavía se la cuento a mis alumnos:  “Si yo no hubiera sido arquitecto, hubiera hecho lo mismo”. Cuando él habla de eso, está diciendo que finalmente puedes hacer lo mismo desde diferentes profesiones. Porque estás construyendo pensamiento, cultura. Lo que yo hago desde la arquitectura lo podrías hacer tú desde la literatura. De esas frases y de esa educación, muy teórica, pasé a fascinarme por un arquitecto holandés que se llama Rem Koolhaas, que posiblemente para mí es el arquitecto de final de siglo y principios del siglo XXI más importante que hay. Y tengo muchas influencias y pasiones por los ingleses de los años 60 como Cedric Price, los Smithson (Alison y Peter), el Team X, que hablaban básicamente de cómo la arquitectura es un mecanismo de inclusión social, el valor del acontecimiento, de la forma de usar los espacios y de una pasión por qué tipo de comportamientos se generan en los espacios. Este espacio donde estamos ahora, por ejemplo, produce una manera de relacionarse, que, si estuviera dispuesto de otra manera, nos relacionaríamos de modo diferente.

De esa obsesión, de esos ingleses, viene todo ese tema del juego. ¿Qué pasa si, en vez de tener una mesa aquí, tuviéramos una burbuja? Estaríamos sentados, conversando y comiendo de otra manera. O si fuera una mesa comunal de quince metros. Todas esas cosas, esos detalles, cambian la forma de relacionarnos.

¿Qué opina de la obra del maestro cubano Manuel Carrerá, que construyó importantes obras en Barranquilla en los años 30 y 40 y al que algunos consideran nuestro Gaudí?
Carrerá trajo esa primera premodernidad a Barranquilla, que abrió el espacio para que aparecieran otras compañías, como Dineni, o la que hizo el Colegio Alemán, que es un colegio bellísimo, y para otros arquitectos que tristemente fueron desapareciendo. Barranquilla tuvo un momento increíble de modernidad en los años 50. Y después pierden valor los arquitectos y van desapareciendo en la medida en que las compañías promotoras y constructoras se vuelven las más importantes. Y eso desaparece. Es muy extraño porque había un gran nivel de arquitectura. La arquitectura está volviendo a tener un valor importante en la ciudad. Pero por muchos años la gente te decía:  “Listo, hazme mi casa, pero tú me la construyes”, como si construir y diseñar fueran siempre lo mismo.

¿Siente usted que en Barranquilla hay salvación arquitectónica? Lo pregunto porque es muy difícil encontrar casas o edificios hoy que la gente tenga en la mente como hitos urbanos.
El problema es que no estamos construyendo suficientes cantidad de arquitectura pública para que sean referentes urbanos. La memoria importante se da en los edificios públicos. La ciudad está en un proceso de trasformación y va muy bien, pero nos hacen falta más edificios públicos.

Antes me comentaba que está en una nueva línea de concepción de proyectos. ¿Cómo la piensa aplicar?
En arquitectura teorizar y hacer es lo mismo. La mano y la mente son lo mismo. Lo que estamos haciendo en el Romelio es un proyecto que me tiene fascinado; precisamente tiene que ver con la investigación que estamos haciendo: ¿qué propicia la arquitectura? Formas de relación, comportamientos, cómo podemos entender la cultura. ¿Qué significa hacer arquitectura en Barranquilla? ¿Cuál es la diferencia entre hacer un proyecto en Barranquilla y hacerlo en Antioquia?

¿Cuál es?
La manera en que se comporta la gente, cómo se relaciona la gente en el espacio público, cómo se ve a sí misma... Eso es lo que hace la diferencia. El lenguaje de la arquitectura, en el fondo, es lo menos importante; lo importante son las relaciones que tú y yo generamos en un espacio. En el Caribe son muy diferentes a las que se dan en Bogotá o en Antioquia.

Con su arquitectura, muchas veces ha estado en el centro de polémicas. Hay quienes dicen que es una concepción suntuosa, excesiva para determinados sitios... ¿Qué opina usted de esa percepción?
La arquitectura que se convierte en referente, la gente cree que es más cara. La buena arquitectura no cuesta más que la mala arquitectura. La diferencia está en la construcción. Pero no tiene nada que ver la buena arquitectura con ser costosa. Mis proyectos no son costosos, mis proyectos son baratos, si miras los proyectos que yo hago están por debajo del promedio de lo que se hace en arquitectura pública. Yo con la misma plata te hago un colegio de los nuestros en Santa Marta  y se hacen los proyectos que están al lado. Hay un ejemplo muy bonito: en Bogotá, en El Porvenir, que es una ciudadela en Bosa muy pobre, hay un colegio hecho dos años antes que nosotros, un colegio de ladrillo con muros, muy grande, y al lado está un preescolar. El valor por metro cuadrado es el mismo. La diferencia es que el preescolar nuestro se volvió un referente de la comunidad; ahí la gente va el sábado, va el domingo, hacen bazares, se hace cine, muchas otras cosas. El otro colegio, costando lo mismo, no produce lo mismo.

Si no interpreto mal, su filosofía es construir para incluir con calidad de vida, y también para que la gente se sienta, si me permite la frivolidad, más importante.
Comienzas a construir una cosa que se llama apropiación y pertenencia. Cuando a una comunidad pobre, a la que no le han dado nada, que ha estado abandonada,  le haces un edificio, y el edificio es con la misma tejita de eternit que ha tenido toda la vida, la comunidad siente que no le diste nada. Pero cuando tú le das un edificio con una condición que ninguna otra comunidad tiene, la gente se apropia de ella. Es como darle identidad. Yo como arquitecto pienso: ¿cómo les doy algo que nadie más tiene para que esa comunidad se apropie y diga: esto es mío? En Santa Marta hay un proyecto que es un lindísimo ejemplo: hicimos un preescolar, y lo normal es que el inmueble tenga un celador que lo cuide. Pues la comunidad se apropió de ese edificio, comenzó a sembrarle árboles, a limpiarlo, y hoy en día del edifico desapareció la celaduría. La comunidad se apropió del  proyecto. Se volvió la dueña del edificio.

En Colombia hay un gran déficit de vivienda, que se está resolviendo, en parte, con la construcción de casas gratuitas o de bajo precio. ¿Qué sugeriría usted para que esas soluciones tengan el mejor impacto en la vida de sus habitantes?
Yo creo que el problema no es hacer viviendas, es  hacer comunidades. ¿Qué está pasando? Estamos haciendo número de unidades de viviendas, y lo que tenemos que hacer es número de calidad de vida. Eso significa que, en vez de pensar que estamos haciendo 40 mil viviendas, pensemos cómo generamos comunidades basadas en el trabajo, en el hábitat de la casa, en edificios públicos, en colegios... Cómo somos capaces de verdad de producir más una vida comunitaria que en resolver un problema de vivienda. Es muy difícil, porque todo se está haciendo desde las estadísticas. Creo que nos equivocamos muchísimo cuando pensamos en que el problema es hacer 100 mil viviendas. Tenemos que hacer 100 mil viviendas, listo, pero cómo hacemos 100 mil familias, que esa comunidad pueda ser sostenible. Eso significa trabajar con las comunidades desde el inicio, no es entregarles la casa, y ya. ¿Qué tipo de comunidades queremos?, ¿cuáles son sus oficios, sus costumbres?, y desde esa investigación y el análisis  somos capaces de construir una comunidad. Nosotros hemos hecho dos proyectos bien interesantes, uno es en la Ciénaga de la Virgen, en Cartagena, una zona muy pobre, con unas comunidades violentas. Estuvimos trabajando con ellas con la Fundación Argos y ya vamos a arrancar a construir el año que viene el proyecto. Fue un trabajo con ellos, con las bandas, con las madres, hicimos encuestas, jugamos fútbol con ellos, tratando de entender sus condiciones... Básicamente lo que hicimos fue construir un proyecto que debe generar educación, mejoramiento en la alimentación, porque vamos a enseñarles a cocinar, pero toda la clave del proyecto está basada en la música. La música es la clave de las relaciones humanas de esa comunidad. Pensamos cómo podíamos hacer que esa comunidad se pudiera apropiar de un edificio a través de lo que más les gusta, que es la música. Entonces haremos un edificio donde lo principal es la danza, la enseñanza de la música, el baile, el lugar de hacer la fiesta y poner el picó. Pero alrededor de eso también está el centro de computadores, el centro de salud, el lugar para aprender a cocinar, para aprender nuevos oficios. Por tanto, si yo logro que la comunidad se apropie a través de una acción, que en este caso es la música, los puedo llevar a educarlos a otras cosas.

¿Y el otro proyecto?
Otro buen ejemplo de cómo trabajar con las comunidades lo vemos en Marinilla, Antioquia, dentro de los planes de los parques educativos que está haciendo [el gobernador Sergio] Fajardo. Ochenta parques educativos para educar a los profesores y la comunidad, para relacionar la educación con la comunidad. No necesariamente aulas, como en un colegio típico. En el parque de Marinilla hicimos unas reuniones con las comunidades, les dijimos: “Vamos a trabajar juntos”; les entregamos unas hojas: “Estos son billetes y ustedes son el Banco Central de Marinilla, dibujen en cada lado del billete qué representa Marinilla y qué es Marinilla”, y alrededor de esto descubrimos qué era Marinilla para sus habitantes. Para los marinillos, Antioquia es naturaleza, vegetación, colección de orquídeas impresionantes. Además, son hiperreligiosos, son los más negociantes de toda Antioquia, se sienten los más verracos. Descubrimos la cultura real de ellos, e hicimos un parque educativo que no solamente ayudaba a educar, sino que nos dijimos: si toda esta comunidad está obsesionada por las orquídeas, ¿por qué no hacemos que en este lugar la gente intercambie orquídeas? Volvámoslo una especie de ‘Green House’, donde la gente siembre e intercambie orquídeas. Esto está en construcción, va avanzado. Un edificio donde les vamos a asegurar el cultivo de orquídeas y, también, esa condición doméstica del antioqueño, la terraza paisa, con hamacas, para ir a pasar la tarde, para hablar. Esos son las cosas que a mí me apasionan: extraer información de la comunidad para generar comportamientos.

¿Cuándo te tendremos de vuelta en Barranquilla?
Yo vengo cada 15 días, vengo muy rápido, a visitar a mi papá y a mi mamá, a compartir con ellos. Voy a comer italiano con los amigos de mi papá, a sitios que me traen recuerdos, voy a comer chino, a El Gran Chef, a comer pollo crocante, voy a tomarme mi Frozo Malt a la Heladería Americana, a ver a mis amigos del alma y hago pernicia. Ayer hice lo que hacía cuando tenía 14 años: me monté en el carro a las 11:30 p.m. y di vueltas por toda la ciudad. El otro día iba para Santa Marta y de pronto oigo a Juan Carlos Buggy. No podía creerlo. Lo grabé y se lo mandé a mi amigo Víctor Gutiérrez de Piñeres, con quien oía a Buggy a las doce de la noche, y me pegué una emocionada. Para mí Barranquilla es eso, los recuerdos.

En una ocasión usted me dijo que identificaba las casas de la ciudad no por las calles, sino por sus dueños.
Yo te puedo decir quién vivía en cada casa. Yo iba a cine al Metro con un grupo de pelaos, nos dejaban en el cine y nos veníamos caminando a las 10 de la noche. Una cosa que me cuesta trabajo aceptar es cómo la ciudad se enrejó. Esta era una ciudad de antejardines verdes pegados. Si de mí dependiera, quitaría todas esas rejas de la ciudad. Y esa plata que se gastan en rejas la podrían dedicar a cámaras, celadores, cualquier cosa. Nos estamos encerrando como La jaula de oro. Porque tenemos miedo a una inseguridad que sí existe, pero tampoco es tan grande. El placer de la gente de caminar después de cenar. En mi casa se sentaba la familia en la terraza, e iban llegando los amigos, después pasaban adonde los Dangond, después adonde los Rodríguez... ¡Recuerdo eso perfecto!

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