El Heraldo
Entre la sed y el abandono, María Eulalia Epiayú espera que llegue ayuda pronto para ella y sus familiares. Carlos Cordero
Barranquilla

“Ya no tengo cómo defenderme del hambre y la sed”

En Bahía Portete hace 3 años no llueve. El pozo más cercano les queda a hora y media a los wayuu como María Epiayú, que agoniza por la sed.

El berrido de un chivo de dos meses de nacido llena el silencio de una ranchería en Bahía Portete, donde enfrenta la soledad de ser el único de su especie en el lugar. El resto murió o fue liberado para que encontraran algo de comer entre los cactus, la arena y los árboles de trupillos sin hojas que rodean la zona.

Después de tres años sin lluvias, en este corregimiento de la alta Guajira la sed es un fantasma que de vez en cuando está acompañada por la muerte.

A pocos metros del animal está María Eulalia Epiayú, tumbada sobre su chinchorro. Sus pómulos son dos estacas que saltan de un rostro delgado, de piel ajada. Sus ojos, un par de canicas al fondo de unos párpados hundidos, contemplan la tierra que levanta la brisa en medio del desierto en el que vive.

Un par de mujeres de la ranchería la rodean y estallan preocupadas en una algarabía cuando la anciana de 85 años habla del porqué luce como una rama seca y frágil. “Ya no tengo cómo defenderme del ataque del hambre y de la sed”, dice en wayuunaiki.

Cojito Ipuana, esposo de María, llega corriendo a la puerta de la casa y agita sus manos mientras sostiene un pequeño vaso de agua que trae a su mujer. Explica que el líquido que beben todos los días para saciar su sed está tiznado con tierra. Por eso tiene un sabor salobre que no la hace apta para el consumo humano, pues es tomada de un pozo subterráneo que los hombres tuvieron que cavar meses atrás.

Los otros enemigos

Las consecuencias de beberla tienen a María acostada en lo que ella afirma será su lecho de muerte. Hace un par de meses la exprime una diarrea que la tiene con “mucho ardor en el estómago” y pocas ganas de seguir enfrentando el rigor de la vida en esa zona árida. El enemigo de esta indígena wayuu no solo es la sequía, lo es también la distancia que la separa de alguna cabecera municipal donde pueda conseguir medicamentos o agua de buena calidad.

Bahía Portete es uno de los 21 corregimientos con los que cuenta Uribia, el segundo municipio más grande de Colombia, cuya población, según cifras del Dane, está conformada en un 90% por indígenas wayuu. Portete se encuentra a unas 6 horas en carro de Riohacha, capital de La Guajira, y a unas dos horas del centro urbano de Uribia.

Para llegar es necesario cruzar una amplia área desértica donde los únicos habitantes parecen ser la brisa, el calor y un par de esqueletos de chivos. Este es solo uno de los puntos de la Alta Guajira donde la sequía se traduce en muerte de animales, y donde temen que pronto incluya a seres humanos en su discurso trágico.

La travesía en burro por los caminos que conducen al pozo es constante. Una tarea dura que realizan niños y adultos.

Cojito dice que su esposa y él solo tuvieron para comer hoy un poco de arroz sin más acompañante que el sudor de su piel, bajo los 40 grados que calientan el aire de la ranchería en la que vive. “Temo que mi esposa no pueda resistir. Los wayuu vivimos más de cien años, ella todavía está joven”, dice.

Hora y media de caminata. “Todos sufrimos aquí. Como no volvió a llover se secó el jagüey y tuvimos que cavar en búsqueda de un pozo subterráneo”, dice Melania Epiayú, una de las mujeres que acompañan a la convaleciente, quien afirma que muchos niños murieron por la diarrea en el pasado. “Esa agua es nuestro trago amargo, cuando la tomamos sentimos malestar estomacal. Las enfermedades diarreicas nos aquejan a diario”.

Esas muertes, que tuvieron como víctimas a los infantes, hoy son recordadas por estas mujeres como un hecho común y repetitivo en su comunidad. Estos decesos nunca fueron reportados a alguna autoridad de salud y tampoco fueron contabilizadas por los indígenas.

Solo afirman que la sequía de estos tres últimos años aumentó la muerte de menores afectados por problemas estomacales, luego de verse obligados a tomar el agua del pozo porque “no había más”. Allí nunca ha llegado un carrotanque a suministrarles el líquido.

Las cifras que figuran en los registros señalan que en lo corrido de 2014 han muerto 15 niños por desnutrición en el departamento de La Guajira. Pero la Superintendencia de Salud habla de un subregistro mayor, y explica que este se desconoce porque las comunidades indígenas no reportan los casos.

Al respecto, la Defensoría del Pueblo informó la semana pasada que en el departamento había unos 37 mil niños padeciendo de desnutrición.

“La gran mayoría ha tenido que sacar a sus hijos para sobrevivir, por eso muchos se han ido hacia Venezuela. Pero si caminan al norte, más arriba de esta zona, hay gente de otras comunidades sufriendo más que nosotros”, dice Melania, como si fuera un consuelo.

Día tras día, Melania Epiayú camina durante hora y media en busca de agua en un pozo profundo cavado por la comunidad.

“Estoy muriendo de hambre y de sed"

María Eulalia sigue acostada en su chinchorro. Allí lamenta que el abandono de la lluvia y del Estado la tenga sintiendo el vaho de la muerte en su cuello. Ella seca sus lágrimas con un sucio pañuelo para que nadie las vea correr. Aquí el agua no se debe derramar.

Sabe que atrás quedaron los ritos que en su niñez hacía junto a sus padres y abuelos para agradecer al dios Maleiwa cuando caía la primera lluvia del año. Reconoce que lo que viene puede ser un verano más intenso que el que ha afrontado hasta la fecha. “Este fenómeno nunca nos había tocado así”. 

En esta ranchería la escasez del agua también acabó con los cultivos de maíz y frijol de los indígenas. Ahora ellos deben encargar la comida a Uribia, Puerto Nuevo o a Maicao, por lo que envían artesanías como elementos de trueque por los alimentos. El dinero es tan raro como el agua, y los bolsillos andan igual que las gargantas.

Lidia, otra wayuu, cuenta que hace un año decidió emprender una caminata en solitario hacia la ranchería de Irraipa, ubicada a unos 8 kilómetros, en búsqueda de comida. “Me desmayé en el desierto y desde ahí no volví a salir. Decidí mejor quedarme”. Desde entonces la única caminata que ella emprende es una de hora y media, todos los días, para dirigirse hacia el sitio donde está el pozo.

De allí extrae el agua con la que se baña, con la que lava su manta, con la que prepara sus alimentos, por la que sufre diarrea varias veces a la semana. “Ya ni siquiera tenemos burros para arrear el agua”.

La emigración 

En 2004, los habitantes de Bahía Portete fueron víctimas de un ataque paramilitar que dejó un saldo de cuatro muertos y 12 desaparecidos. Según registros del Centro de Memoria Histórica, antes de la masacre residían en la zona unas 800 personas, pero después de ello gran parte emigró hacia Venezuela. No obstante, los censos realizados en este sector de la alta Guajira son precarios, por lo que aún no ha sido precisado cuántos wayuu retornaron a sus rancherías.

María Eulalia parece sembrada en su chinchorro. Ahora intenta deshilar un bolso, para aprovechar el material con el que fue tejido este y así ayudarle a su hija para que elabore un bolso nuevo que utilizarán para un nuevo trueque. “Pido agua potable y alimentos”, dice en voz baja. Ella quisiera gritarlo, pero su boca está seca y, en estos casos, es mejor hablar poco.

Se abraza a su abdomen, puede que nuevamente le arda. Ella cree que es por el agua, pero también puede tratarse de una gastritis que le aqueja por la poca ingesta de alimentos. Desde la puerta del rancho, Cojito la observa y sale con paso indignado. “Sé que estamos lejos, pero alguien debería ayudarnos”, dice.

La anciana ni lo escucha. Mira con desdén el vaso de agua que su esposo le llevó hace una hora y que puso a sus pies. Baraja la idea de encontrar un remedio lejos de las tierras que heredó del dios Maleiwa, pero su gesto de repulsión ante la posibilidad deja clara su posición. “Me sale más barato morir aquí que ir a pasar trabajo en la ciudad”. 

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