Faulkner, Premio Nobel
Excepcionalmente se ha concedido el Premio Nobel de Literatura a un autor de innumerables méritos, dentro de los cuales no sería el menos importante el de ser el novelista más grande del mundo actual y uno de los más interesantes de todos los tiempos.
El maestro William Faulkner, en su apartada casa de Oxford, Missouri, debe haber recibido la noticia con la frialdad de quien ve llegar un tardío visitante que nada nuevo agregará a su largo y paciente trabajo de escritor, pero que, en cambio, le dejará el incómodo privilegio de ponerlo de moda.
El Premio Nobel de Literatura ha venido siguiendo una línea dentro de la cual el maestro Faulkner es algo así como un quiebre sorpresivo que crea serios compromisos futuros a los encargados de conceder el apetecido galardón internacional.
Conociendo la formidable tarea literaria del maestro, la noticia de su largamente meditada escogencia como Premio Nobel 1949 puede considerarse como un mínimo y casi insignificante reconocimiento, que sin duda honra mucho más a quienes hicieron la designación que al mismo designado.
Y aunque el carácter de excepción que tiene el maestro Faulkner en la lista de los Nobel, en muchos años hacia atrás, indica que esta vez el famoso galardón ha pretendido transitar por terrenos mucho más altos que aquellos que se le habían impuesto como cauce natural, el nuevo punto de referencia creará, sin duda, serias dificultades a quienes en el futuro pretendan sostenerlo en ese plano.
Si fue la obra del maestro Faulkner, nivelada por lo bajo, lo que le ha valido ser Premio Nobel y no el acicateo constante y empecinado de una crítica selecta y minoritaria, automáticamente todos los autores discutibles que habían venido aspirando a lo que generalmente se considera como la más alta distinción, quedaron fuera del alcance del Premio Nobel. La designación de Faulkner rompe una tradición. Esa es su importancia y su peligrosidad.
No sé si se ha fijado con escrupulosa exactitud el significado del Premio Nobel. Entiendo que, en el caso del premio literario, es un reconocimiento a la obra de determinado autor. Siendo así, a los intransigentes admiradores de Faulkner nos resulta por lo menos incómodo ver al maestro sentado en la misma mesa con la señora Buck, con Herman Hesse, con Thomas Mann.
¿Será posible que no exista un recurso para aliviar la desapacible sensación de inconformidad que produce el hecho de ver a uno de los autores más significativos de todos los tiempos asándose en el mismo horno en que se han puesto a dorar todos los panecillos de sobremesa?
De todos modos, la designación que acaba de conocerse pondrá de moda al maestro. Las gentes que no podrían perdonarse la ligereza de desconocer la obra de alguien a quien los patriarcas de la Academia Sueca resolvieron coronar cuando ya no encontraban otros nombres para barajar, procurarán familiarizarse con esos personajes apasionantes, tremendos, que el maestro Faulkner ha puesto a vivir dramáticamente en sus novelas.
Empezará a citarse la familia Sartoris como el símbolo de un sur adolorido y decadente y a la familia Snopes como el fermento rabioso de un futuro fabricado a golpes, en franca y encarnizada pelea con la naturaleza.
El pueblecito de Oxford, lleno de gentes empobrecidas y de negros atormentados que seguramente saben muy poco de Premios Nobel, se ensanchará un poco en el conocimiento del mundo.
Y es posible que sean los habitantes de aquel lejano rincón de la Tierra, quienes sepan comprender por qué el nombre que descubrió dentro de América ese otro continente ignorado que es el condado de Yoknapatawpha, merecía, por lo menos, que no se mezclara en esas premiaciones de sesión solemne.
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